DONDE HUBO FUEGO


Philip Larkin escribió su novela Jill a los veintiún años, mucho antes de convertirse en un poeta reconocido y en un bibliotecario de vida ordenada y rutinaria. (Cuando supo que algunos criticaban su poesía por pintar una existencia anodina, dijo: “Me gustaría saber cómo pasan ellos el tiempo. ¿Matando dragones?”).

Jill cuenta la historia de John Kemp, un adolescente tímido e indeciso, de una clase social modesta, que busca ser aceptado entre sus nuevos compañeros de Oxford. Pero Kemp no pretende la amistad de aquellos que se le parecen (y que por eso mismo desprecia), sino de aquellos otros, despreocupados hijos de ricos que beben, fuman, se ratean y andan con chicas (o eso dicen). Estos muchachones, como diría mi abuela, aceptan a Kemp sólo para pedirle favores o dinero. Así que después de un tiempo y algunas humillaciones, para paliar su desazón y su tedio, Kemp se inventa una chica imaginaria. La modela en su cabeza a gusto y placer, la bautiza Jill y empieza a escribirle cartas.

Leí tres cuartos de esta novela en dos días (lo que es muy rápido para mí). El frío, la llovizna y las cenizas volcánicas que sobrevolaban hasta hace poco la ciudad fueron buenas excusas para no pisar la calle. Pero llegó el momento en que debía salir sí o sí y me di el lujo de tomar un taxi, porque la idea de entrar al subte y apretujarme me paralizaba.

Por desgracia, apenas subí al auto noté que el chofer tenía serias intenciones de hablar. Dicho y hecho, una cuadra después el tipo rompió el silencio de esta manera: “Flaco, ¿vos sabés qué es el Tarot?”. Un rato antes, dijo, alguien le había sugerido consultar a un tarotista, y él no sabía bien qué era eso, si magia o qué.

Yo le dije lo poco que sé sobre el tema y después esperé en silencio que él me contara la verdadera historia que quería contarme. Y que era una historia de amor.

Un tiempo atrás, dijo, su joven amante –no su esposa– había empezado a acudir a una iglesia evangélica, y la relación entre ellos –que llevaba diez años– se había ido enfriando, sin que él pudiera hacer nada al respecto. “Le fueron lavando la cabeza, flaco”. Esa misma semana su amante lo había citado en un parque para terminar la relación. “Y ahí me di cuenta de que estaba enamorado de ella. Estoy enamorado. Ayer la llamé y se lo dije. Le expliqué que por ella estoy dispuesto a dejar a mi familia, mudarme, todo. Pero no hay caso. No quiere. Dice que lo que tenemos está mal y que siente un gran vacío. ¿Y qué querés que te diga, flaco? Tiene razón. Pero yo estoy roto. Roto. Mi señora me ve mal, claro. Yo no le digo por qué. ¿Cómo le voy a decir? Le invento excusas de trabajo… Entonces me sacó turno con el psicólogo de la obra social. Tengo que ir mañana. ¿Vos fuiste al psicólogo alguna vez?”. Le dije que sí, que había ido y que seguía yendo. “¿Y?” “¿Y qué?” “¿Te sirve para algo?” “Para algo me sirve, sí” “Pero yo lo que quiero es que ella vuelva, ¿me entendés?” “¿No pensaste en ir con ella a la iglesia?” “No, eso no es para mí. Además no quiero arruinarle la vida”. Nos quedamos un rato en silencio. Después le dije: “Por ahí en la iglesia conoció a alguien”. El tachero me miró por el espejito con ojos vidriosos. "A Dios", dijo. “Bueno, competir con Dios es difícil”, dije. Miró el cielo. “¡Para colmo estas cenizas de mierda! Esta madrugada salí a buscar el taxi y estaba lleno de ceniza, ¿podés creer? Hoy pensé todo el día que por ahí es el fin del mundo. Todo eso de las predicciones mayas y no sé qué. Y ¿qué querés que te diga, flaco?, Por mí que se acabe. Por mí que se vaya todo bien a la re puta que lo parió”.

Cuando bajé del auto pensé en el amor, la literatura y las cenizas y me acordé del relato de Marcel Schwob sobre Empédocles, filósofo que según la leyenda terminó sus días arrojándose al interior del volcán Etna:

“Todos los seres, decía, no son más que trozos desjuntados de esa esfera de amor donde se insinuó el odio. Y lo que llamamos amor es el deseo de unirnos y fundirnos y confundirnos, como éramos antaño, en el seno del dios globular que la discordia rompió. Invocaba el día en que la esfera divina había de hincharse, después de todas las transformaciones de las almas. Porque el mundo que conocemos es la obra del odio, y su disolución será la obra del amor. Así cantaba por los pueblos y los campos; y sus sandalias de bronce venidas desde Laconia tintineaban en sus pies, y delante de él sonaban címbalos. Sin embargo, de las fauces del Etna surgía una columna de humo negro que lanzaba su sombra sobre Sicilia”. (‘Empédocles, dios supuesto’, en Vidas imaginarias, Marcel Schwob).

Como el taxi me había llevado a destino antes de tiempo, me senté a esperar en un café. Saqué la novela de Larkin. Además del psiconálisis, del tarot y de la iglesia, también está el consuelo de la literatura. El joven John Kemp lo sabe y sigue escribiéndole cartas a Jill, su chica imaginaria. Le escribe cartas todo el tiempo y las echa al buzón. Pero de pronto, ella se hace carne. Kemp se cruza con una chica muy parecida a la que imaginó en las viejas calles de Oxford. Y no cuento más, por si piensan leerla. A cambio les dejo un poema de Larkin que se llama “Los árboles”, ahora que están todos pelados y que, según Crónica TV, faltan sólo ochenta y pico de días para la primavera:


Los árboles ya dan retoños
como algo no del todo dicho;
brotes recientes, calmos, se dispersan
en un verdor que es casi una pena.

¿Es acaso que vuelven a nacer
y nosotros declinamos? No, pues también ellos
mueren. El repetido ardid de renovarse
queda escrito en anillos de madera.

Y sin embargo, incansables, cada mayo
los castillos se desgranan en plena densidad.
Ha muerto un año, parece que dijeran;
comienza, comienza tú también de nuevo.

2 comentarios:

  1. buenísimo el poema
    y excelente relato (me gustan esos dragones que se confunden con lo anodino, ahí entre las cenizas)

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  2. Sí, Paz. Te recomiendo para leer con tu hijo el libro La mejor mascota, de David LaRochelle (FCE). Un pibe quiere un perro pero su mamá no lo deja, dice que son sucios. Entonces el chico hace un trato con un dragón...

    De Larkin, la editorial Gog y Magog publicó aquí su libro Ventanas Altas, más que bien traducido por Marcelo Cohen. Siguiendo el link que puse en Larkin en el post podés dar con el excelente prólogo de Cohen para la edición española.

    Te dejo otro poema del bibliotecario:


    Solar

    Colgante rostro de león
    goteando en el centro
    de un cielo desamueblado,
    qué quieto permaneces
    y qué desasistido,
    única flor sin tallo,
    manantial sin recompensa.

    A la distancia
    el ojo te ve
    reducido a un origen;
    estalla continuamente
    tu cabeza de pétalos en llamas.
    Calor es el eco
    de tu oro.

    Acuñado entre
    perspectivas solitarias
    existes abiertamente.
    A cada hora nuestras carencias
    suben y vuelven como ángeles.
    Como una mano no cerrada
    tú das por siempre.

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