LAS RELACIONES HUMANAS (fragmento), Natalia Ginzburg.

En la infancia, tenemos los ojos fijos, sobre todo, en el mundo de los adultos, oscuro y misterioso para nosotros. Nos parece absurdo porque no comprendemos nada de las palabras que los adultos se cambian entre sí ni el sentido de sus decisiones y acciones, ni las causas de sus cambios de humor, de sus cóleras repentinas. Las palabras que se cambian los adultos entre sí no las comprendemos ni nos interesan; al contrario, nos aburren infinitamente. Nos interesan, sin embargo, sus decisiones, que pueden cambiar el curso de nuestras jornadas, los malhumores, que ensombrecen las comidas y cenas, los portazos imprevistos y el estallido de voces en plena noche. Hemos comprendido que en cualquier momento, de un tranquilo intercambio de palabras puede desencadenarse una tempestad imprevista, con ruidos de puertas y lanzamiento de objetos. Vigilamos, inquietos, el más mínimo matiz violento en las voces que hablan. Ocurre que estamos solos y absortos en un juego, y de improviso se elevan en la casa esas voces de cólera: seguimos jugando mecánicamente, poniendo piedrecitas y hierbas en un montoncito de tierra para hacer una colina; pero, mientras, no nos interesa ya nada aquella colina, sentimos que no podremos ser felices hasta que la paz no haya vuelto a casa; las puertas golpean y nosotros nos sobresaltamos; vuelan palabras rabiosas de una habitación a otra, palabras incomprensibles para nosotros, y no tratamos de comprenderlas ni de descubrir las razones oscuras que las han dictado, pensamos confusamente que deberá tratarse de razones horribles: todo el absurdo misterio de los adultos pesa sobre nosotros. Tantas veces complica nuestras relaciones con el mundo de nuestros semejantes, de los niños; tantas veces tenemos a nuestro lado un amigo que ha venido a jugar, hacemos con él una colina, y un portazo nos dice que se ha acabado la paz; rojos de vergüenza, fingimos interesarnos mucho por la colina, nos esforzamos por distraer la atención de nuestro amigo de aquellas voces salvajes que resuenan por la casa; con las manos, que de pronto se han vuelto blandas y cansadas, ponemos cuidadosamente palitos en el montón de tierra. Estamos absolutamente seguros de que en casa de nuestro amigo no se discute jamás, no se gritan jamás palabras salvajes; en casa de nuestro amigo todos son educados y tranquilos, discutir es una vergüenza especial de nuestra casa; luego, un día, descubriremos con gran alivio que se discute también en casa de nuestro amigo del mismo modo que en nuestra casa, que se discute quizá en todas las casas de la tierra.

1 comentario:

  1. Tristemente cierto...
    Lo pase de niña y ahora, me gustaria estar atenta a eso.
    Atenta a esos ojos de niños que tanto piden paz.

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