"Por aquel entonces siempre era fiesta. Les bastaba con salir y cruzar la calle para volverse poco menos que locas y todo era tan hermoso, especialmente de noche, que al volver muertas de cansancio esperaban que aún ocurriera algo: que estallase un incendio, que en la casa naciera un niño o, quizá, que se hiciera repentinamente de día y todo el mundo se lanzara a la calle y se pudiera continuar, anda que te anda, hasta los prados y más allá de las colinas. 'Son sanas, son jóvenes –les decía la gente–; son chiquilinas y, naturalmente, no tienen preocupaciones'. Pero una de ellas, Tina, que había salido renga del hospital y en cuya casa no tenían qué comer, también se reía por nada, y una noche, mientras trotaba en pos del grupo, se detuvo y se echó a llorar porque dormir era una estupidez y robaba tiempo a la alegría".


Así empieza El bello verano, de Cesare Pavese.

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